La prensa, los políticos, la policía y la justicia están cruzándose responsabilidades sobre la actual realidad de las drogas, su incidencia en la vida de las sociedades y la presunción de que a mediano o largo plazo entraremos a un mundo desconocido.
Casi nadie duda a esta altura que la guerra contra el narcotráfico está perdida, pero resignarse sería aceptar que un día todos seremos consumidores. La comparación con el consumo del alcohol es más o menos válida pero tiene sus parecidos. En los apenas 13 años que duró la prohibición de comercializar bebidas alcohólicas en los años 20 de Estados Unidos, miles de operativos dejaron muertos, decomisos, corrupción y daños irreparables porque la llamada Ley Seca no pudo evitar la demanda de los consumidores. Tomando aquel ejemplo se supone que legalizando las drogas se eliminará la violencia, pero no la demanda que prácticamente se extiende a todo el mundo. Y si así fuera, y un día irrumpiera la legalización los delincuentes de hoy serán los empresarios del mañana porque en definitiva el negocio está en fabricar el producto y luego intervenir en las sucesivas etapas de la comercialización. Los nietos de los delincuentes de la ley seca, pasaron a ser caballeros de empresas multimillonarias y hasta uno de ellos presidente de los Estados Unidos nada menos. Los alambiques escondidos en bodegas protegidas por las ametralladoras de 1920, han dado paso a las más prestigiosas compañías fabricantes de las maltas y lo que nuestros bisabuelos hacían para acceder a un litro de licor hoy pasó a ser una compra normal. Es más: hasta nos enorgullecemos cuando alguien nos elogia el color de la etiqueta en la botella.
¿Será entonces que mañana los bisnietos de los despreciables narcos de hoy convidarán a sus visitas con el polvo blanco o un poco de la cotizada hierba? Ahora nos parece hasta de mal gusto decirlo, pero todo es cosa de pensar con la perspectiva del tiempo. Simplemente retrocedamos la memoria algunos lustros cuando aparecieron las primeras noticias de la marihuana y la identificación de los fumadores como verdaderos indeseables.
Ahora bien, mientras la guerra se libra y todavía no se vislumbra un ganador analicemos las razones por las cuales resulta tan difícil desbaratar las organizaciones criminales. En primer lugar, creemos, es precisamente porque en su defensa utilizan una violencia que es privativa de unos pocos. La estructura cerebral de cualquiera de nosotros nos impide matar, asaltar y robar porque venimos formados desde nuestra primera infancia.
En segundo lugar porque el dinero corrompe. Así lo muestran las películas idénticas de la realidad donde un policía al momento de dar con el paradero de un capo narco debe elegir entre la medallita, que a lo mejor la recibe un superior, o una suma que jamás imaginó porque para el delincuente a punto de caer el dinero deja de tener valor.
Mientras esto ocurre debemos preguntarnos quién gana y quién pierde en esto del narcotráfico. El gran dinero lo ponen los habitantes de otros países que reclaman el producto, pero los que ganan son los países que se benefician con el lavado, expresado en edificios, inversiones, grandes negocios y reparto de ganancias grandes, medianas y pequeñas a lo largo de la cadena. Es triste pero real, está ocurriendo y nadie puede taparse los ojos ensayando frases hechas. De modo que atrapar a Marset y encarcelarlo no terminará con el problema sino que lo agravará. En busca del mercado (que seguirá existiendo) seguramente aparecerán 10 o 20 bandas dispuestas a matarse para quedarse con el negocio. Posiblemente a los gobiernos les convenga tener un solo problema en lugar de varios y allí puede estar la explicación de por qué no se cierran algunas bocas de venta que se sabe funcionan todos los días. El ministro Heber dijo horas atrás que “nosotros fuimos los que le dimos a Bolivia los datos de donde se encontraba Marset para que pudieran detenerlo” pero Marset terminó dirigiendo sus amenazas a los medios de comunicación. ¿Raro no?