El siguiente es un relato de Blas Wilfredo Omar Jaime que nos lleva a aprender costumbres de la Nación Chaná y su lengua. Blas (foto), residente en Paraná, Entre Ríos, es hijo de padre y madre chaná. Guarda en su memoria la cultura de su pueblo, se comunicaba con su madre en lengua chaná. Esta Nación, que habitó la actual provincia de Entre Ríos, también tiene su presencia en Soriano y las islas del río Negro desde hace dos mil años, según estudios arqueológicos.
“AMARÍ DÚL (LAS MARIPOSAS)
En tiempo muy lejano habitaban en esta ndorí (comarca) aborígenes de raza ya-ñá (chaná). Sobre las tarú (barrancas) de lo que actualmente es el parque General Urquiza de Paraná había un dananát (poblado) con numerosos habitantes que vivían de la caza de nbalatá (animales) que abundaban en la zona, especialmente en el monte que rodeaba el lugar y en las beáda-ó atá tavoré (islas vecinas); y de ñá ichí (pesca) en el atamá (río). Recolectaban n-igué (frutas), uví (raíces) e ití uuy (miel silvestre); sembraban luur (maíz), catí (papa), tuní (calabazas y zapallos), n-ormá (porotos) y catí nádo (batatas).
Tijuiném, su dios, y la buena Beáda-o (madre grande) les daban vida y sustento viviendo libres y felices.
Formaba parte de una de estas opatí (familias) una adá-é (niña) muy buena y cariñosa, no (reé) gilí (sólo) con los miembros de su familia: amaba y cuidaba los animales y plantas. Jugaba con sus mascotas, un butú ldór (saltón-sapo cururú), que la seguía como un perrito, y un carpinchito sin madre llamado Ianá-é (Gordito). Curaba los animales lastimados o noemé (enfermos) y enseñaba a los otros niños a no hacerles daño. Por ser tan buena le dieron el nombre Nám Nádo (Mano Dulce – caricia). A los niños aborígenes no se les daba nombre cuando nacían como ahora se usa. Eran vanatí ug… (hijos de...) y el nombre de su tijuí (padre); sólo luego de mostrar su carácter, virtudes o defectos, o por algún rasgo físico tenían nombre propio, el que en el uelcaimár (futuro) podía cambiar. Mano dulce, con una de sus nchalá-á (hermanitas) de nombre Yilá Tapéy-é (sonrisa) que como ella, amaba las flores, cultivaban un pequeño jardín cerca de su danán (casa) protegiéndolo con un cerco de ruté terrí (plantas espinosas) y pasaban en él todo su tiempo libre, que no era mucho: los niños aborígenes de ambos sexos debían ayudar a sus padres en los quehaceres domésticos y aprender algo útil todos los días de su vida, a defenderse de los animales feroces, perros cimarrones, pumas y del yaguareté que prefería cazar niños, quizá por resultarle más fácil que buscar animales. Además debían saber andar en silencio, conocer los alrededores y cada lumí (refugio) preparado por los mayores generalmente en un vanatí beáda-ó (hijo de la tierra, árbol) de tupido follaje, para el caso de ser atacados por tribus enemigas mientras sus padres y hermanos mayores luchaban. Aprendían a manejar las antú (armas) y a los diez años aproximadamente, porque no conocían el calendario, ya podían cuntaí (luchar), también sabían sobrevivir solos en el danán vedetá (monte-casa verde le llamaban porque se sentían en él como en su casa) y encender yoguín (fuego) frotando trozos de madera. Los niños andaban acompañados de su agó (perro) ya que cuando nacían les asignaban uno y aprendían a nderé (caminar) apoyados en él, debiendo alimentarlo y cuidarlo.
Una mañana que Mano Dulce limpiaba su jardincito fue mordida por una nboé ñá (víbora ponzoñosa), tové ñá (muerte bonita) le llamaban a la coral por sus colores vistosos, de veneno mortal. La niña, sabiendo que moriría rogaba que la enterraran entre sus queridas flores, pero las normas –costumbres de su pueblo no permitían que ningún cuerpo muerto fuera enterrado, por respeto a la Beáda –ó (madre grande) y los niños sin excepción debían ser colocados en su utaí-é ug utál (canoíta de descanso) hecha por su padre, de juncos, y depositada en un árbol del monte lo más alto posible para que su ancát-é (almita) volara hacia el dananát ug ugá mirrí (caserío de las estrellas) donde sería un estrellita más. Recién pasadas nám aratá nvolé (cinco lunas grandes) aproximadamente sus familiares podían recoger sus huesitos en un ntéla (cántaro de cerámica) y enterrarlos.
Tijuiném, el buen dios de los chaná, escuchó los ruegos de la niña moribunda y para complacerla hizo que las flores de su jardín volaran rodeando su camita y que luego la acompañaran en su descanso. Desde entonces existen las amarí dúl (flores voladoras), las multicolores y bellas mariposas”.