XXV – Largo y penoso camino a recorrer
Traspasado el Río Negro, superadas las dificultades que el mismo planteaba, la larga caravana cada vez más extensa enfila su marcha hacia el poblado de Paysandú, tantas veces asolado por distintos intereses, lugar que poco podía brindarle a tantas y tantas personas, a tantas y tantas bocas, como en pastos para las caballadas, las boyadas, los pequeños hatos de ganado vacuno que cada familia había podido conservar.
Pero este sitio era un lugar apropiado para hacer converger en él a quienes venían desde tan lejos, desde el comienzo de esta penosa marcha y a quienes , provenientes del suroeste de estos pagos, incluyendo a Vívoras, Espinillo y Dolores, como a nuestros vecinos de la villa de Soriano y de la Capilla Nueva (Mercedes), había pedido Artigas que se les hiciera ir directamente a Paysandú, para evitar complicar más aún, la marcha de aquella larga procesión. Quedaba aún mucho camino por recorrer , mientras el conductor de ese heterogéneo conglomerado de personas de tan diversos orígenes, iba planteando a las autoridades de Buenos Aires que le señalaran un sitio apropiado para establecer con relativa seguridad a todo ese enorme capital de bienes y personas que conformaban las numerosas familias y hombres y mujeres solas que venían siguiendo la marcha de este pueblo formado por ellos mismos, pues allí convergían desde esclavos a empresarios, desde indios a comerciantes, desde estancieros a sacerdotes, desde peones a militares, desde libertos hasta ex presidiarios. Asimismo, como conocedor de las desiertas soledades de estas tierras, sabía que si era necesario trasponer el Río Uruguay para poner más terreno que oficiara de barrera entre sus protegidos y las amenazas siempre latentes de los ataques de las fuerzas portuguesas y de los destacamentos enviados desde Montevideo por Elío, los que no les perdían pisada, lo más apropiado era cruzar aquel río por el lugar que se conocía como “el Salto Chico”, zona que en la época en que se acercaban a esos lugares estaba posiblemente apropiado para ser franqueado, pues tendría al descubierto parte de su rocoso lecho. Imaginemos ahora como transcurría un día para estos estoicos viajeros: transitaban unos a pie, otros en cansados caballos, otros en sus carretas con su lerdo movimiento azuzando continuamente a los bueyes; al arribo a un riacho o curso de agua significaba esperar estoicamente su turno para dejar abrevar a todas esas bestias, para que previamente lo hicieran las personas, el matar diariamente tantas reses como fuera necesario para alimentar tantas bocas, el atender a enfermos, moribundos, a los niños de todas las edades, a mujeres grávidas, a heridos por distintas circunstancias. Pero todo esto lo soportaban pensando en que quedar bajo dominio portugués, sería sin duda, mucho peor.
Llegado cada atardecer, cansados de transitar, acampar formando cientos de fogones mientras caen los velos oscuros de las noches, sólo alumbrados por el resplandor de los leños, mientras se cocina algún asado o se mastica alguna dura galleta.
En correspondencia que se incluye en un tomo del Archivo Artigas, se indica que le envían a Artigas, desde la otra banda del Río Uruguay, 60 ollas de fierro y 200 sacos de galleta, lo que indica que también carecían en su viaje, de aquellos elementos necesarios para cocinar sus comidas y el alimento imprescindible para tantas bocas para acompañar la carne que sin duda era el alimento diario. Transcurrido el descanso nocturno, casi siempre interrumpido por alguna alarma o por desasosiegos posibles entre tantas personas que tendrían sus propias necesidades, no todas coincidentes en sus momentos o en sus urgencias, tenían que volver a prender sus bueyes o los caballos en las carretas o en los carruajes, ensillar sus cabalgaduras que apenas habían recuperado fuerzas pastando si el sitio fuera favorable en pastos y levantar sus escasos bártulos que habían desparramados en el duro suelo para pasar la noche.
Prestos a marchar, todos los días como era costumbre y obligación por la fe religiosa que predominaba en todos sus actos, el capellán designado oficialmente, el Padre Santiago Figueredo y también otros religiosos diseminados entre aquella larguísima fila, congregaban a su derredor a los viajeros en distintos grupos, haciéndoles oír la sagrada misa que les aportaba el estímulo de la fe para seguir adelante.
Atrás y allá lejos quedaban sus pagos, sus cortos intereses, sus viejos hogares convertidos en muchos casos en un montón de cenizas, abandonado todo para salir detrás de la esperanza de un futuro mejor, para seguir incondicionalmente al protector, a quien sabían que no los defraudaría, al General Artigas.