Creció en la indigencia y hoy como estudiante de Ciencias Políticas trata de explicarles a los demás algo así como "qué tienen los pobres en la cabeza".

En la humilde casa del barrio Mariano Moreno, vive todavía el papá del chico treinta años mayor que ella. Con suelo de tierra y paredes de chapa Mayra pasó allí su infancia y su adolescencia junto a su hermana Gisela con quien a los 13 años se vincularon casualmente a niñas que jugaban enfrente y cuyos padres les permitieron el primer paso para que la vecindad se transformara en amistad.

Los dueños de la casa le permitieron acceder al baño donde Mayra nunca había visto uno y que creyó que era para que hicieran pis los chicos como ella.

A los 10 años salió por los pasillos del precario barrio con el objetivo de encontrar en el suelo papeles de golosinas sólo para olerlos ya que un paseo habitual para las dos era saborear apenas el aroma de un chocolate al que jamás podrían acceder.

A principios de este año, Mayra cumplió 25 años, después de sortear una historia de superación ante la adversidad más completa y cruel.

Mayra se convirtió en la pieza visible de la olvidada extrema pobreza de la Argentina, al punto que un extenso escrito suyo publicado en las redes sociales, le permitió contar cuál fue la realidad de su vida.

Lleva como título "El beneficio de ser pobre" y allí desnudó un mundo que millones de Argentinos ignoran cada día.

"Vivimos -dice- dos mundos completamente diferentes. Tenemos parámetros parecidos en la vida, pero en la marginalidad los límites no están del todo bien delineados. Acá, un cachetazo de un hombre a una mujer ni es considerado violencia, sino es algo que ocurre todos los días en muchísimas casas".

Fue mi hermana -agrega- la que me sugirió que contara la historia de nuestra familia. En el texto trazó las diferencias entre ser pobre y ser marginal y contó la vida de una familia liderada por una madre casi muda, que tuvo problemas de salud en sus primeros días de vida casi analfabeta, y que pese a que se le explican las cosas, ella no las entiende.

También describió los años de cuatro hermanos, cada uno con un papá diferente, al que la mayoría nunca conoció y de una vida personal marcada por el nacimiento de un único hijo a sus 14 años.

"La verdadera pobreza la sentis -dice- cuando entrás a la escuela. Ahí ves todo lo que vos querés y nunca vas a poder tener. Yo no tengo recuerdo de juguetes en mi casa. Los únicos que llegaron aparecían por ayuda de organizaciones en las fiestas. Mi manera de divertirme era con el ta-te-ti o con un ahorcado con hoja y lápiz. Mi mamá no me obligaba a ir a la escuela ni a  mi ni a mi hermana, nosotros íbamos si queríamos. Ella no hablaba prácticamente. No es una persona con un retraso mental, pero no entiende la mayoría de las cosas que se le dicen. Por eso a nosotros, en esos primeros años nos salvaron algunos vecinos que nos decían que la única manera de salir adelante era con el estudio.

Otro de nuestros manjares de esa época, venía de una panadería. Cada día tiraban dos bolsas de consorcio, llenas de los bordes de los sandwiches de miga.

¿Cómo podía ser que la gente no se comiera esas partes?

A veces agarrábamos hasta un pedazo de fiambre. Era algo delicioso.

Yo hasta los diez años estaba convencida de que se conseguían más cosas mendigando que trabajando. Mi mamá no trabajaba y mi abuela estaba todo el día en el trabajo pero no tenía un peso para darnos y seguíamos sin tener qué comer.

Salíamos a pedir durante horas todos los días. Hay una creencia popular de que nos mandan a los chicos y que nos obligan. Pero la realidad es que a los chicos nos daban más cosas que a los adultos. Nosotros estábamos desesperados por poder comer y por eso incluso a veces, pedíamos con nuestros hermanitos bebés en los brazos. 

En invierno nos turnábamos para ir un día cada una a la escuela. Teníamos una sola campera y si íbamos las dos nos enfermábamos. Entonces tenía que ir un día cada una. 

Un día surgió algo inesperado: una compañera nos invitó a ambas a ir a su casa a jugar. Para nosotros esta chica era rica. Después caí en que su padre era de clase media trabajadora, tenía un Fiat 128. Cuando fuimos a la casa nos arroparon y nos dejaron jugar con todo. Nos querían mucho porque éramos muy respetuosas. Ese día yo tenía 11 años, probé ravioles con tuco por primera vez en mi vida. Me acuerdo que en la mesa había Terma y Coca Cola. Había más bebidas que en cualquiera de nuestros cumpleaños.

Mi mamá tenía una pareja, mi padrastro, con el que ya no podíamos vivir más. No quiero hablar de lo que pasó ahí, pero a mis doce años decidí abandonar la casa".

Mayra recayó en la figura de un vecino treinta años mayor, terminó convirtiéndose en mi pareja. Quizá muchos de ustedes se escandalicen pero en la pobreza eso es mucho más común de lo que se cree."

Mayra quedó embarazada a los 13 años y su compromiso escolar sufrió una prolongada interrupción. 

"Tuve que dejar de ir a la escuela para evitar que la maestra se enterara de quién era el padre y que mi entonces marido fuera preso. Nunca pude superar ese momento. La escuela era nuestro espacio de venganza contra los chicos ricos de ahí. Ellos podían tener todos los útiles pero yo terminaba la tarea siempre primero. Ahí sentí por primera vez que el sistema me había derrotado. 

El embarazo adolescente es una tragedia para la clase media, pero en mi mundo era normal. Es más: te lleva al centro de la atención de los vecinos. Te regalan ropita, te consiguen pañales, te miman. Era algo que pasa todos los días en mi barrio. 

El trabajo era más que una necesidad, una obligación y el primer empleo apareció a los 13 años. En esa época no existía la asignación universal por hijo. El primer trabajo llegó gracias a un engaño. En la entrevista dije que tenía 18 en lugar de 13, me recogí el pelo, me lo puse bien tirante y traté de hacerme pasar por tímida y que mi voz se escuchara lo menos posible. Estaba tan nerviosa que no dormí en toda esa noche. Durante dos años la supervivencia económica se vio sujeta a trabajos en los que pagaban por día  y por tareas realizadas. Si me enfermaba no entraba plata en varios días y eso equivalía a falta de alimentos o cosas esenciales.

La segunda bisagra de mi vida sucedió gracias a dos ancianos Víctor y Martha. Me contrataron para que lo cuidara a él que era hemiplégico y haberlo conocido me cambió la vida. El despertó mi interés por la política y mi amor por la lectura. Me dio dos libros que me marcaron: "El Hombre mediocre" de José Ingenieros y "Papillon" de Henry Charliere.

El trabajo con Víctor y Martha tuvo la posibilidad de un salario mensual. Tener un sueldo por mes es algo que no se puede comparar con nada. No había que preocuparse por el día a día. Tenías la seguridad de un ingreso económico que te permitía ver la vida de otra manera".

 Ya con 18, Mayra se separó de su marido y los trabajos aparecieron con mayor asiduidad.

"Recuperé mi vínculo con mi madre a la que no había visto durante siete años por ese padrastro que tenía y pude ayudar a mis hermanos Iván de 17 y Alelí de 11. 

Creo -dice más adelante- que me voy a sentir realizada con mis estudios, si algún día llego a ver que los pobres ya no somos noticia por estudiar. El día que alguien como yo no esté en los diarios por ser pobre y estar estudiando una carrera universitaria. Pero la verdad es que no veo un Estado que esté proponiendo ésto".