Como escribo habitualmente de temas de actualidad -de opinión beligerante y discutible-, hoy voy a reflexionar sobre algunos aspectos de la Navidad, ya que para creyentes -yo lo soy-, y también para los que no lo sean, es un foco iridiscente de múltiples significados: actuales y perennes. Espigaré algunos pasajes de una inmensa y magistral novela del escritor compatriota Tomás de Mattos, "La Puerta de la misericordia" (Alfaguara, 2002, Buenos Aires), al que de paso rindo mi más admirativo y emocionado homenaje: novela que, dentro de lo ficcional, ha sido escrita por un gran cristiano, hombre de profunda fe, y asimismo genial narrador. En ella se recrea novelísticamente toda la Escritura bíblica. Y elijo algunos pasajes centrados en la figura de María y José. Guido Castillo -a quien me han visto citar tantas veces mis lectores y que como se ha comprobado me dejó una huella tan marcada-, nos decía que en los Evangelios hay una figura "maravillosamente secundaria", que es la de la madre de Jesús, porque resulta como "borrada" por la "apabullante presencia de su Hijo". Y es verdad. María pasa casi desapercibida, y está presente más por sus silencios llenos de significación que por su protagonismo; por excelencia, en Getsemaní, acompañando la agonía de Jesús. Tomás de Mattos, la hace hablar y explicita genialmente -visionariamente diría yo-, algunos de esos silencios. En medio de una conversación sobre el episodio de la Transfiguración en el Tabor después de la crucifixión y aún antes de la aparición del Resucitado, María declara: " Yo, por supuesto, he oído esta historia (...) Jesús la compartió conmigo, recién este domingo. Sé que, aparte de glorioso, fue un hecho terrible y misterioso.
Pero siempre he guardado en mi corazón lo que oyeron los cuatro y, sin duda, también Moisés y Elías. 'Este es mi hijo amado, en quien me he complacido' ". (P. 860) María -en la versión de Tomás de Mattos- evangeliza a sus contertulios, en la misma actitud con que acepta la Palabra de Dios en el anuncio del ángel Gabriel. Y poco después, profiere una sentencia que es absolutamente fidedigna en sus labios, dirigida a Nakdimón, el narrador interno de la novela, que es el Nicodemo del Evangelio de San Juan: "Líbrate de toda atadura, Nakdimón, y cuestiona todo lo que te angustia, pero nunca deplores tus desgracias personales. Mira siempre a tu alrededor; escandalízate por las desdichas ajenas". (P. 861) Esta es una declaración también fidedigna y sublime de la generosidad de María; y un programa de vida. De amor incuestionable a los otros; de fijación del centro de gravedad en el dolor del prójimo. Seguramente así vivió y practicó la solidaridad, la identificación con los más desvalidos como ella y en suma, el mandamiento del amor aprendido de su Hijo. La define entera.
En otro momento de la gran novela
(P.900), cuando José ingresa al pesebre, se narra esto: "En ese instante, en el cerrado y maloliente ambiente de la cueva, comenzó a oler, apenas perceptible, un perfume exquisito que le pareció, al principio, irreal, mero fruto de su imaginación. Aspiró profundamente y terminó convenciéndose de que sí, que en el aire se expandía un aroma extraño, ácido como el de la levadura o dulce como el del aroma fermentada, pero fresco y perdurable, como el de una floresta colmada o el de los umbrosos pinares en los que él penetraba" (...) "Lo reconoció: era el mismo perfume que exhalaba María cuando cruzó la calle a darle la noticia; un aroma salvaje y sagrado".
"Se acercó a su mujer, para cerciorarse, pero el aroma no provenía de ella. Fue hacia el pesebre y comprobó que el niño era la fuente de ese aroma inefable. Era el signo que pedía: el olor de Dios". (Ps. 900-901). Aquí interviene la dimensión sobrenatural presente siempre en la novela. Tomás de Mattos se explaya extasiado en esta descripción de una poesía inefable. Y después de un breve diálogo con ella, sobreviene esto:
-¡María, María!- se le quejó al otro día-. ¡Qué peligrosa me es tu compañía! Siempre me dejas al borde de la idolatría. Te miro y pienso que el Bendito creó el mundo con el único fin de que tú existieras. (P. 901)
A mi juicio, esta es la alabanza más grande y sublime que pudiera recibir María a lo largo de los siglos. Es más que una declaración de amor. Toda la creación -para José-, estaría fundada y justificada por la "llena de gracia", como la invocamos los creyentes. Es la mayor declaración de amor que haya brotado de los labios de un hombre. José, adoraba - en sentido literal- a su compañera, una mujer impregnada del aroma de Dios.
A esto que escribo y reflexiono, le doy un alcance universal, para creyentes y no creyentes: dirigido a todos los "hombres de buena voluntad" como proclamaron los ángeles en el nacimiento. Y especialmente a los que abrigan un sentido fundamental del misterio, están entregados a los otros y tienen la aptitud de "escandalizarse por las desdichas ajenas", como lo dice María en la novela de Tomás. Es en ese espíritu, que nos reunirá a todos auténticamente la Navidad.