Creí estar viajando a través del tiempo; yo la había dejado atrás, pero ella siempre estaba en otro comercio más adelante.
Entraba, salía, preguntaba precios, guardaba cajas de cartón en el auto, recordaba perfectamente donde estaba el jogging más barato, donde los championes, donde los sutienes y donde las toallas.
Y allí estaba, sacudiendo un calzoncillo rojo, gritando a todos los que quisieran oir:
--¡Viejoooo! ¡Vení a probártelo, hace dos años que no te comprás ropa interior!
Yo verde, azul y amarillo le sonreí a la vendedora tratando que entendiera en mi sonrisa: "no es cierto, yo tengo más de un calzoncillo señorita"
El probador me quedaba chico, por lo menos 4 talles menos. Una especie de carpita en miniatura donde me costó colocar mis 108 kilos.
Como pude, me las arreglé para bajarme el pantalón y mi ropa interior.
Cuando estaba en un solo pié tratando de sacar una de las piernas, haciendo la prueba ginmnástica más dificil de cualquier olimpiada, cuando trataba de apoyarme en paredes de tela que se me corrían, cuando parecía un equilibrista haciendo lo imposible por no caer al vacío, en ese momento... escuché una voz en portuñol diciendo algó así como:
-Aquí, pase. Este e livre.
-¡Noooo!!- grité desesperadamente. ¡No está lib....! -
Ya era tarde.
Me arreglé la ropa como pude y arrollado caminé hasta el auto.
Estuve a punto de prender un cigarro, pero sentí que si pitaba y entraba humo seguramente algo se iba escapar del cuerpo por algún lado, dejando el espacio que empezara a ocupar el humo.
Pregunté en español, en portugués, en árabe y en japonés por un baño.
Mi mujer, mis hijas, mi cuñada y mi suegra seguían llenando el auto con bolsas, cajas, paquetes, latas y botellas.
Una señora me preguntó si me sentía bien.
Yo ya no podía contestar.
Crucé las piernas y comencé a saltar arrollado y en un solo pie (había puesto las dos piernas por el mismo hueco en el calzoncillo y me costaba mucho caminar)
Los butiás me pasaban la cuenta y las manos me traspiraban.
La ramita de ortiga flotaba allá adentro en el guaraná.
Las semillitas de lino y el aloe vera se peleaban por salir y buscaban por dónde hacerlo.
Las lágrimas me corrían por las mejillas.
El baurú del país hermano se golpeaba ferozmente con los bizcochitos del Devoto.
La camisa se pegaba contra mi cuerpo por la transpiración y el llantén iba con sirena abierta hacia algún lugar.
De pronto, alcancé a ver mi paisito.
Allí estaba Uruguay.
Enfrente.
Estaba parado a pocos metros de mi patria.
Y lo vi.
Vi claramente el cartel del restaurante y pude imaginar en su interior un baño blanco, hermoso, azulejado, con delicadas canaletas para la orina, con puertas recortadas, con hermosos aparatos de loza colgados de la pared para orinar, con hermosas tazas turcas casi limpias, con aparatitos para el papel y vientito para las manos.
Salté hecho una especie de nudo violáceo, mojado por las lágrimas y por la transpiración.
En un solo pie y sin aflojar ninguno de mis músculos, salté y corrí hacia mi país.
No alcancé a llegar.
Fue justo en la frontera.
Justo justo dando el paso.
En el cantero del medio.
Entre los dos países hermanos.
Justo allí.
¡Cómo se extraña el paisito!
¡Qué dificil es volver!
¡Qué cagada el desexilio!