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3 nov 2018 | Marciano Durán

Dicen los sicólogos que cuando uno empieza diciendo “Mirá, no te voy a decir que…” es porque lo va a decir.

Negación.

Si arrancás diciendo “mirá... no te voy a decir que mi mujer es insegura” tá macho, lo dijiste, ahora no aclares que oscurece. Eso era exactamente lo que querías decir.

Yo no voy a decir que antes vivíamos mejor sin tantas compras.

Lo que digo es que a veces se me ocurren ideas raras, como que un día todos estábamos tranquilos, regando la quinta, durmiendo la siesta, volviendo temprano del trabajo, jugando con los gurises o conversando con el almacenero y vino un tipo y nos vendió una heladera.

En realidad nos vendió la felicidad.

Nos dijo que si nos quedábamos con la Westinghouse blanquita o la Ferrosmalt verde agua íbamos a ser los más felices del barrio.

Y funcionó.

Y como funcionó le gustó para ofrecernos otras ofertas: comodidad, bienestar y prestigio.

Y nos encajó la cocina eléctrica, el calefón y el tocadiscos.

Eso sí, esta vez cambió el discurso.

Esta vez nos dijo que el que no comprara iba a ser el más infeliz del barrio.

Y nosotros no sólo le creímos...¡fuimos infelices cuando no pudimos comprarlos!

Entonces el tipo vio que algunos podían y otros no.

Así que inventó métodos para que todos pudieran.

Y creó nuevas formas de comprar felicidad: cuotas, tarjetas, créditos y garantías; para que fuéramos muy, pero muy felices rodeados de multiprocesadoras, planchitas para el pelo y cuchillos eléctricos.

No eran felicidades lo que ofrecía… eran facilidades.

El tipo sabía que a nosotros nos viene un temblequeo a la hora de comprar.

El tipo sabía que si primero nos convencía de que necesitábamos un microondas y nos conseguía el dinero para comprarlo, lo único que debería hacer después era pasar chiflando adelante de nosotros con un microondas bajo el brazo.

El tipo sabía que nosotros pensaríamos que la elección había sido nuestra y que era producto de la libertad que nos ganamos como verdaderos hombres librepensadores.

Y sabía que después de firmar conformes, contratos y tarjetas, lo único que quedaría sería trabajar dos veces más para pagar lo que nunca tuvimos intenciones de comprar.

Y entramos.

Entramos como unos giles.

Nos compramos todo y tuvimos que conseguir otro empleo para poder pagar lo que el tipo nos dijo que necesitábamos con urgencia y que nosotros no nos habíamos dado cuenta de que necesitábamos.

Y pagamos recargos, embromamos a nuestra garantía, nos mandaron al clearing y hasta tuvimos que devolver alguna moto.

El tipo sabía que a la hora de ponernos una oferta adelante se nos mueve todo por dentro y nos sube la bilirrubina.

Así crecieron las ferias, el Chuy, los Shopping, los Free Shop y los Supermercados: con el único secreto de ir a buscar algo y volver con lo que no fuimos a buscar.

El tipo se dio cuenta de que en ese momento nos desacomodamos de tal manera que primero compramos y después vemos como pagarlo; y peor todavía… después vemos cómo usarlo.

Y así andamos por la vida comprando celulares y no tenemos para las llamadas, comprando autos y no tenemos a donde ir, comprando impresoras y no tenemos para los cartuchos.

El tipo se dio cuenta de que nosotros no nos dábamos cuenta y que lo importante era hacernos creer que las decisiones eran nuestras.

Como aquella vez en España que si comprabas una plancha te regalaban una jarra de plástico larga y finita.

Y después te la regalaban si comprabas fideos, si ibas al cine o si no ibas al cine.

Y llenaron el país de jarras altas y finitas y los españoles ya no sabían qué hacer con tanta jarra de plástico larga y finita.

Y empezaron a usarlas para darle agua al gato, para poner jugo en la heladera y hasta como florero.

Y cuando estuvieron seguros de que había suficientes jarras largas y finitas en los hogares de España…¡¡¡¡Cha-chááán!!! ¡Salió a la venta una nueva marca de leche envasada en una bolsita novedosa!

Adivinen.

¡Síííí!

La bolsa era larga y finita y calzaba justo, justito en las jarras que todos tenían en sus casas.

El resto de la historia no es necesario contarla, todos creyeron que actuaban con independencia de criterio cuando se pasaron a la nueva marca de leche.

Así que desde ese día, el tipo empezó a regalarnos primero las necesidades y después nos vendió lo que calzaba justo adentro de ellas.

Al tiempo se dió cuenta de que si la gente hablaba mucho entre sí, se podía avivar.

Así que se le ocurrió una magnífica idea: terminar con las conversaciones en familia.

Y para que el silencio no despertara a los pensamientos creyó que lo mejor era poner a alguien que hablara todo el día en el medio de cada casa.

Que hablara, hablara, hablara y no nos dejara pensar nunca.

Y nos vendió el televisor.

Metió al Televisor de Troya en nuestros livings, en nuestros comedores y… ¡hasta en nuestros dormitorios!

En ese pedacito de vida que queda entre el cansancio,el amor y el descanso.

Allí también nos metió la jarrita.

Ese día nos embromó de verdad.

Porque el muy hijo de su madre involucró a los niños y los niños empezaron a pedir, y los sicólogos nos hablaron de las frustraciones, que los niños son inocentes, que tienen los mismos derechos que nosotros y nos pesó nuestra propia niñez y dijimos “lo que a mi me faltó que no le falte a mi hijo” sin advertir que en nuestra niñez no teníamos nada pero tampoco nos faltaba nada…porque no se habían inventado aún las cosas que hoy les faltan a algunos niños.

Así que salimos a buscar otro trabajo para poder pagar el nuevo plasma.

Y nuestra esposa salió atrás de nosotros buscando el dinero que nos permitiera comprar el mejor celular para poder estar en contacto con nuestros hijos y poder llamarlos cuando ellos estuvieran en casa y ella estuviera trabajando para poder pagar el celular para conseguir esa buena comunicación con ellos.

Y el tipo agarró un cordón y ató a los niños a la tele, a sus dibujos y a sus jueguitos, y los sentó y los creó a imagen y semejanza y los crió sin tiempo para saltar charcos, regar quintas, asombrarse ante una golondrina o visitar almaceneros.

El tipo se dio cuenta de que no tenía que mostrarnos todo lo que sabía, así que se cuidó muy bien de no poner todo dentro de lo que nos vendía.

Y al celular cada seis meses le fue agregando botones y funciones, luces y ruiditos, conexiones y aplicaciones.

Y guardó el botón de la felicidad para ponérselo al modelo que se vende cerca de Navidad.

Y nosotros sentimos que necesitábamos ese nuevo aparato.

Porque el tipo lo había explicado muy bien por la tele.

Sentimos que necesitábamos tenerlo y necesitábamos mostrar que lo teníamos.

Y salimos a la calle y dijimos “Acá estoy yo. Yo soy éste, el que lleva puesto el nuevo Iphone, el llevado puesto por el nuevo Iphone .”

Y comenzamos a mirar con compasión y algo de lástima a los que aún usaban el modelo anterior.

Y nos vendieron diez veces más el mismo aparato en los cinco años siguientes.

Y el tipo vio que el televisor era clave para él.

Así que… apenas se aseguró de haber puesto la jarrita de plas…. (perdón ) de haber puesto un televisor en cada casa sólo era necesario poner allí lo que nos quería vender.

Y nosotros, que somos recontra inteligentes empezamos a cuidarnos de las tandas.

Y el tipo (que nos conocía bien) lo que nos quería vender lo puso en las películas, en los dibujitos, en los mundiales, en los concursos de baile y en los informativos.

Y nos cambió la vieja Ferrosmalt cuatro o cinco veces más “porque el freezer es lo más importante de la heladera” y nos vendió alimentos congelados, películas para envolverlos, tortas fritas alemanas y cazuelas con mondongo japonés.

El tipo nos tenía enganchados y lo sabía.

Y tuvimos que conseguir otro trabajo y dejar de ir al fútbol, al comité y a la escuela del nene.

Porque estábamos cansados, porque estábamos pelados y porque estábamos de mal humor.

Y nos encerramos cada vez más.

Entonces el tipo quiso asegurarse bien y nos metió la Computadora de Troya con conexión a internet.

Y empezamos a comprar por teléfono y desde la computadora y sólo salíamos de casa para ir a los trabajos.

Aparecieron en nuestro hogar las sartenes sin aceite, las cremas reductoras y mágicas, los pelapapas que no tenés que mover la papa y los aparatos de gimnasia que usamos alocadamente los primeros días, alternadamente al mes siguiente, raramente los seis meses posteriores y que hoy no sabemos si ponerlo parado en el placard, debajo de la cama o colgado del techo.

Y con internet al tipo se le hizo más fácil.

Empezamos a mandar correos electrónicos y a comunicarnos por facebook así que él empezó a enterarse qué cosas miramos, qué cosas nos gustan y cuáles compartimos. Quiénes son nuestros amigos, quiénes son los amigos de nuestros amigos, dónde estuvimos y dónde vamos a estar, qué alegría tenemos hoy y cúal pena nos entristece el alma.

Con la tele se enteró qué cosa miramos, porque es él mismo el que programa todos los canales.

Con las tarjetas de crédito se enteró qué y dónde consumíamos.

Con los celulares empezó a saber donde estábamos.

Con las historias clínicas qué parte del cuerpo nos dolía y qué medicamentos teníamos que comprar.

Con las tarjetas de puntos del Supermercado empezó a saber a qué hora, qué día y cuántas veces comprábamos vino tinto y cigarrillos.

Con las cámaras de los bancos y de las calles empezó a saber a qué lugar íbamos, qué ropa nos poníamos y con quién andábamos.

Con los deliverys qué comíamos, con las redes de pago a quién le mandábamos plata y cuánto nos mandaban, y con las aduanas, los peajes y los GPS se enteró de cada movimiento nuestro.

Hizo una ficha de cada uno de nosotros y empezó a cuidarse de aquellos que comenzaron a añorar dormir la siesta, saltar los charcos, contarle un cuento a los nietos, regar la quinta, emocionarse con el olor de un jazmín, visitar al cuñado o hablar con el almacenero.

Y dicen que cada vez que uno se da cuenta, el tipo… perdón… tengo que dejar acá, están golpeando la puerta… están golpeando fuerte la puerta.

Mirá…yo no digo que me vinieron a buscar…

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